English
Version
Old Man Bernabe
(Based on
actual Events, in the Satipo Jungle of Peru)
He came into
the bedroom of his wooden shack in the small city of Satipo, in the Central
Jungle of Peru, and opened up the window while the old man, Bernabe was still
sleeping in the early part of the morning. The old man was trembling somewhat,
his bronze face, had turned white, and he looked ill. And as he moved about it
seemed to his lawyer and constant companion of sorts—that his aging body was
more than aching, it was being drained of its life’s resources.
“What’s the matter, Bernabe?” asked his
lawyer in a low voice.
The old man was only sixty-seven years
old, looked near ninety, his eyelids trying to close as he opened them, “I’ve
got a pain in my head,” he commented.
“You better go back to sleep then,” said
his pal and lawyer.
“No. I’ll be all right.”
Then he tried to sit up in bed, and did
so half- hazard, all crooked like.
“Wait out in the kitchen; I’ll see you
when I’m dressed,” he murmured.
When the old man appeared in the
kitchen, fully dressed, he sat on a chair by the wooden stove, his grandson,
fifteen years old had set a fire in the hearth for him, the soup was hot and
the boy was outside feeding the animals: two dogs, a number of squabbling
chickens, and twin like guinea pigs.
The lawyer, stood looking at the old
man, he looked quite ill and marred, and appeared to be despairing. He put his hand on his forehead, to tell if he
had a fever.
“You should go back to bed,” said the
lawyer, “you’re hot as a gander sweating to lay an egg.”
“What is it?” asked Bernabe.
“I can’t tell what your temperature is,
but you should see a doctor!”
“Do you want me to read the newspaper to you?” asked the lawyer.
“All right; if you want to,” said the
old man, wiping the sweat off his forehead with his sleeve, dirt deep embedded
into dark brown rooted groves, called wrinkles in his face, his short black hair
on all sides stood out and up as if he had seen the horns of the devil in some
nightmare.
He sat still in his chair and seemed
very detached from what was happening around him, his eyes like watermelon
seeds that is like black little dots with yellowish-white-fog surrounding them.
The lawyer read aloud from the morning
newspaper.
The boy came inside the shanty, “How do
you feel, grandpa?” He asked.
“Just the same as before—far anyhow,” he
remarked.
The boy sat a foot away from the old
man, on a lower wooden stool; saw that his grandfather had taken the
pills. It would have been natural for
him to go back to sleep, on such a hot summer’s midmorning, but he appeared
restless, and not hungry at all, he never touched his mondongo soup, —as the boy noticed, the old man strangely
in some deep thought.
It was a bright, hot day; the ground was
covered with a light wetness from a rain shower the day before. Bernabe looked
about the three lots that blended into his; he had cut down all the trees on
two lots, the two he and the lawyer were trying to swindle the rightful owners
out of. The party that owned the land had cut the bushes, and grass, and the
bare ground had been cleaned of debris, a wooden fence was put up, and several
times the old man had started to rip it back down—trying to take ownership of
it, only for the young owner to confront the old man, and say in so many words:
leave well enough alone, the property is not yours: but the old man had started
his so called invasion several months earlier, and had no intentions to let up,
he want the lots.
The old man and the lawyer plotted to
get the two lots, one way or the other, and when that wooden fence went up, the
old man got red-eyed with anger, told the police, “He’s going to kill me.”
Actually, he went as far as going to the police
station making out a complaint as if he really didn’t dream up the escapade,
and the courthouse, trying to set up the young man so he and the lawyer could
steal the property nice and legal like (with
the assistance of the Satipo municipality— which seemingly belong to some
mafia, or Colombian, FARC-terrorists).
“What is it, what’s bothering you?”
asked the grandson.
“Who says there’s something bother me?”
remarked the old man to his grandson, annoyingly, “mind your own business, you
little whippersnapper!”
It
would have appeared to an onlooker the old man was really ill—and did seem to
the boy at this juncture, the old man was waiting to die, perhaps waiting all
day long, ever since he rolled out of bed. But the old man was tired, warn out
from fighting for property that wasn’t his, to make his, and one can work their
selves into such a frenzy, and he had. The boy not knowing what to do, just sat
as a manikin in a corner of the kitchen.
The old man had papers in his hand,
signed papers the lawyer had given him to use to fight in court with, signed receipts that
just appeared out of nowhere one day and became official the next day (from the Satipo municipality—someone got payoff
but who’s to say who?) And the
old man looked at them, gazed at them, a foot in front of the lawyers face, and
several feet from his grandson’s. He dropped the papers on the table, and
slowly made it to his bed, where he laidback. His whole body ached, and he
never got back up, ever.
No: 451 ((8-14-2009) (reedited 5-2014))
Spanish
Version
El Anciano Bernabé
(Basado en
acontecimientos reales)
Él
entró en el dormitorio de la cabaña de madera del anciano, en la pequeña ciudad
de Satipo en la Selva Central
de Perú, y abrió la ventana mientras el viejo Bernabé todavía estaba durmiendo
en las tempranas horas de la mañana. El anciano estaba un tanto temblando, su
cara bronceada se había vuelto pálida y parecía enfermo. Mientras se movía en
la cama, le parecía a su abogado y constante compañero—que su envejecido
cuerpo, más que adolorido, estaba siendo drenado de los recursos de su vida.
“¿Cuál es el problema Bernabé?”, él dijo
con una voz baja.
El anciano que sólo tenía sesenta y
siete años, pero parecía cerca de noventa, dijo después de abrir sus ojos, sus
párpados tratando de cerrarse mientras él los abría, pero su voluntad trataba
de mantenerlos abiertos, “tengo un dolor en mi cabeza”, él comentó.
“Es mejor que vuelvas a la cama”, dijo
su amigo y abogado.
“No, estaré bien”, él dijo y trató de
sentarse en la cama con tanta dificultad. “Espérame en la cocina, te veré allí
cuando esté vestido”, le dijo a su abogado en un murmullo.
Cuando el anciano apareció en la cocina,
totalmente vestido, se sentó en una silla por el fogón, su nieto, de quince
años de edad, había prendido el fuego por él, la sopa estaba caliente y el
chico estaba afuera alimentando a sus dos perros, gallinas y cuyes.
El abogado se paró mirando al anciano,
él lucía muy enfermo y abatido; él puso sus manos en la frente del anciano y
podía decir que tenía fiebre.
“Deberías de volver a la cama”, dijo el
abogado, “tú estás realmente enfermo”.
“¿Qué es esto?”, preguntó Bernabé.
“No puedo decirte cuánto es tu
temperatura, pero, ¡deberías ver a un doctor!”
“En la mesa de la cocina, habían algunas
pastillas; su nieto las había dejado allí para que él las tomara, y las
instrucciones de cómo tomarlas. Una era para la fiebre (una clase de influenza,
una forma mortal, gérmenes de la influenza estaban establecidas, había una
epidemia ligera en Perú y en la ciudad de Satipo durante esos días); la otra
pastilla era para el estrés (él había estado tratando, por varios meses, de
adueñarse de los tres lotes de terreno colindantes con el suyo, él estaba
tratando de invadir la propiedad un tanto abandonada, cortando los árboles y
construyendo una cabaña, mientras los propietarios estaban lejos en Huancayo—a
siete horas de viaje en autobús, y el abogado era su cómplice); la tercera
pastilla era para prevenir la neumonía. Él tomó todas las pastillas con un
sorbo de agua, luego fue a su caño, puso un estropajo debajo del chorro de agua
y luego se lo puso en la frente, esto lo refrescaba y calmaba el dolor de
cabeza, y ahora podía pensar con claridad.
“¿Quieres que te lea el periódico?”,
preguntó su abogado.
“Muy bien, si quieres”, dijo el anciano.
Su cara estaba pálida, la que una vez había sido bronceada, sus arrugas muy
profundas y su cabello formaba a sus costados como dos cuernos. Él estaba sentado inmóvil en su silla, y
parecía distanciado de lo que se estaba leyendo, sus ojos eran pequeños, como
dos puntos negros y su esclerótica estaba amarillenta rodeada de niebla.
El
abogado leyó en voz alta el periódico que su nieto lo había comprado y traído
esta mañana y lo había puesto en la mesa de la cocina, para luego leérselo al
anciano después de alimentar a los animales.
El chico entró en la cabaña, “¿cómo te
sientes abuelito?” él le preguntó.
“Lo mismo que antes, por ahora de todas
formas”, él comentó.
El chico se sentó a treinta centímetros
del anciano, en una pequeña banca de madera; vio que su abuelo había tomado las
pastillas. Hubiera parecido normal que él volviera a dormir, en este día
caluroso de verano, pero él parecía inquieto y sin hambre, él ni tocó la
sopa—él chico lo había notado, y el anciano sólo miraba muy extrañamente
alrededor.
“¿Por qué no vuelves a la cama abuelito?
Te despertaré más tarde”, dijo el chico.
“Prefiero estar despierto. Creo que
alguien trata de matarme por mi terreno”.
Luego de un rato él le dijo al chico y
al abogado, “ustedes no necesitan permanecer alrededor mío, estoy seguro que
ustedes tienen otras cosas que hacer”.
“No nos molesta”, dijo el abogado,
hablando por el chico también.
“Bien”, dijo el anciano, “creo que a mi
me molestaría, por eso esto debería molestarte”.
El abogado lo miró; pensó que talvez el
anciano estaba un poco fastidiado por el calor del día, las pastillas, la
fiebre y los problemas que lo rodeaban por los tres lotes de terreno. Y por eso
el abogado dejó la cabaña por un rato.
Era un día brillante, caluroso, la
tierra estaba ligeramente húmeda por la lluvia de la noche anterior. Él miró a
los tres lotes de terreno; él había cortado los árboles de dos de ellos, los
dos que él y el abogado estaban tratando de robar de los verdaderos
dueños. Los dueños del terreno había
cortado los arbustos y el gras, habían limpiado de escombros del suelo y habían
puesto un cerco de madera; y muchas veces el anciano lo había derribado, sólo
para que el joven propietario lo confrontara y dijera en pocas palabras: deja
en paz, esta propiedad no es tuya.
Él no le hacía caso al joven, y cuando
el joven propietario se aparecería para chequear la propiedad de su familia, el
anciano gritaba como si estuviera siendo golpeado por él y luego de ver al
joven, él tendría ojos rojos llenos de ira.
“Él va a matarme”, el anciano gritó a la
policía y lo repitió dentro del juzgado, tratando de tenderle una trampa al
joven para que de esta manera, él y su abogado, pudieran apropiarse de su
propiedad como si fuera legalmente.
En su casa el anciano se rehusaba a
hablar con nadie, sólo con su abogado y su nieto.
“Tú no puedes entrar”, él le diría al
joven propietario, quien trataba de solucionar el problema, y a alguien más que
deseara debatir el problema, contrario a su beneficio, de la misma forma no los
dejaría; y ahora era un problema, el que nunca antes había sido un problema
hasta que el anciano decidió un día, con su amigo abogado, apoderarse del
terreno. Y ahora él estaba con la cara blanca, sus mejillas ruborizadas por el
estrés y la fiebre, y mentalmente agotado de tanto ver, pensar y preocuparse, y
preguntarse qué era lo siguiente por venir—lo desconocido.
“¿Qué es esto?”, preguntó el nieto.
“¿Quién dijo que hay algo mal?”, comentó
el anciano a su nieto. Luego miró fijamente al chico, “yo no me preocupo, por
eso tú no necesitas preocuparte, sólo desearía dejar de pensar y descansar
algo”.
“No pienses abuelito”, el chico le dijo,
“sólo tómalo con calma”.
“Lo estoy tomando con tranquilidad”, y
miró fijamente por la ventana de la cocina. Era obvio que él estaba conteniendo
algo, su cuerpo estaba rígido, rígido y tembloroso.
“Toma este estropajo mojado abuelito, y
límpiate la frente, esto te ayuda a pensar bien”.
“¿Realmente piensas que esto ayudará?”
“Siempre lo hace”, dijo el chico.
Él se sentó de vuelta en la mesa, y tomó
un poco de sopa fría.
“¿A qué hora piensas que moriré?”, le
preguntó al chico.
“¿Qué?”
“¿Cuánto más tengo que vivir?”
“No vas a morir. Esto es ridículo, ¿porqué
hablas de esa forma?”
“Oh sí, lo haré. Lo puedo sentir en mi
cabeza, mi corazón, mis pulmones, todo, lo puedo sentir por todos sitios. No
puedo vivir para siempre—y este problema del terreno me molesta muchísimo”.
Parecería—y esto le pareció al chico a
este punto, que el anciano estaba esperando morir, talvez esperando todo el
día, desde que se levantó de la cama.
“Oh”, dijo el chico, no sabiendo qué más
decir.
El anciano tenía documentos en sus
manos, documentos firmados que el abogado le había dado para que peleara en la
corte, recibos firmados que justo habían aparecido un día de la nada y al día
siguiente se habían convertido oficiales, y el anciano miraba fijamente a
éstos, a treinta centímetros de su cara. Él dejó caer los documentos en la
mesa, y lentamente llegó a su cama, donde se tiró de espaldas y se relajó. Su cuerpo entero estaba relajado, y al día
siguiente, cuando el abogado llegó, él notó la relajación en su cuerpo tirado
en la cama, y al chico en la esquina, él estaba llorando, y el abogado pensó:
¡Cielos! él llora tan fácilmente por tales cosas—y le pidió al chico los
documentos, que para el chico eran sin importancia; su abuelo había muerto.
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451 (14-Agosto-2009)